Los jóvenes de Las Nieves

Luz del mundo

¿Cómo podrá un joven andar honestamente? Cumpliendo tus palabras.
"Los jóvenes tienen que tener experiencia viva de que la Iglesia confía en ellos. Han de ser quienes se lancen a anunciar a Jesucristo y verificar con sus vidas y compromisos que la Iglesia de la que forman parte no es su enemiga, sino que es amiga y madre que desea abrirles sus puertas y su corazón para que entren y vean que lo que se les ofrece es el conocer a quien es el Camino, la Verdad y la Vida. Este protagonismo de los jóvenes en la evangelización de sus coetáneos nos pide a los mayores que tengamos confianza en ellos, que los apoyemos y colaboremos en los caminos que desean emprender" (Card. D. Carlos Osoro, Carta semanal del 17 de octubre de 2018).


Ninguno de los que estamos aquí, antes de ser concebidos, antes de venir a la vida, pudimos pensarnos. No pudimos decidir si queríamos ser rubios, morenos, españoles, rusos o lo que sea. Sencillamente no pudimos porque no éramos nada ni nadie y el hecho de existir nos viene dado. En cierto sentido, estamos recibiéndonos permanentemente a nosotros mismos.

Pero hay más: una vez que ya vivimos, que ya existimos, no somos nosotros los que nos construimos ni los que decidimos cómo son los demás. Ni siquiera, en último término, la esencia de las cosas. Si veo un águila volando y me emociona su volar tan majestuoso con esas alas imperiales, rápido descubro que no puedo darme alas para hacer lo mismo porque no doy para eso. Mi naturaleza no es la de ser un ave, soy algo distinto, soy una persona humana. En este sentido, si alguien me dice: “tú eres lo que eres” ante mi pretensión de ser un águila no me está haciendo una afrenta, no está violentando mi libertad. No me quita un ápice de mi dignidad, antes bien la reconoce y valora.

Hoy día parece que toda persona que llega al mundo puede reconstruirlo según su criterio, volverlo del revés, estirarlo o encogerlo según le dé. Pretendemos que todo sea “para nosotros” y que la norma sea lo que nosotros decidamos. Pero, mirad, si resulta que todo deseo que se me puede cruzar por la mente, o incluso salir a borbotones del corazón, lo doy por bueno, le doy legitimidad como si fuera inexorable, tengo un problema, porque la realidad me supera por delante, por el costado, por detrás, por todos lados. Ni todo lo que pienso, ni todo lo que siento puede plantearse como norma de vida.

Es de Perogrullo, pero hay que repetirlo: resulta que yo, antes de existir, no existía. Antes de existir existían muchas cosas, no he sido yo el que ha inaugurado el mundo. Por tanto, no he sido yo el que me he dado la vida, no he sido yo el que me he diseñado, no he sido yo el que me he llamado del no ser al ser, existo independientemente de que yo haya tomado la decisión de existir o no. Por tanto, no podemos tomar la vida desde nosotros, aunque pueda parecer contradictorio al mundo de hoy. Y, claro, si somos conscientes de todo lo que acabo de decir, será porque alguien me precede. Y aquí nosotros damos una respuesta clara: Dios. El ‘para qué’ de nuestra vida es suyo, Él nos ha creado para algo. Y ese algo es lo que hoy celebramos la santidad. Porque, como dice la Escritura: Él nos eligió en Cristo antes de la fundación del mundo para que fuésemos santos e intachables ante él por el amor. Él nos ha destinado por medio de Jesucristo, según el beneplácito de su voluntad, a ser sus hijos, para alabanza de la gloria de su gracia, que tan generosamente nos ha concedido en su hijo Amado. En Él, por su sangre, tenemos la redención, el perdón de los pecados, conforme a la riqueza de la gracia que en su sabiduría y prudencia ha derrochado sobre nosotros dándonos a conocer el misterio de su voluntad: el plan que había proyectado realizar por Cristo, en la plenitud de los tiempos: recapitular en Cristo todas las cosas del cielo y de la tierra.

Por tanto, la santidad no es una prerrogativa solo de algunos: la santidad es un don que se ofrece a todos, para el que nadie está excluido, y que constituye el carácter distintivo de todo cristiano. La santidad es necesidad del bautizado; La santidad es esa aventura que comienza con un ‘sí a Dios, la santidad es ese deseo realizable de unión con Dios que llevo impreso en el corazón, la santidad consiste en hacer la voluntad de Dios con alegría; la santidad es comenzar a hacerla, pero, sobre todo, perseverar pues el secreto de la santidad consiste en no cansarnos nunca de estar empezando siempre.; la santidad es locura para el mundo; la santidad es un camino al que sube por la humildad y la cruz; la santidad es una vida en la que somos un personaje en la historia de la familia de Dios; la santidad no consiste en saber mucho ni en mucho meditar; la santidad es un secreto: el secreto de mucho amar.

Y el santo es aquella persona que ha hecho de Dios el centro, olvidándose de uno mismo si fuera preciso. El santo es el que reza cuando no le apetece porque sabe que es el modo principal de amar a Dios y que eso lo mejor que puede hacer; el santo es el que no sigue los esquemas de la modernidad, que tantas veces nos llevan al pecado; el santo es el que es consciente de que no basta con no pecar, sino que se nos han dado talentos para hacer el bien; el santo es el que mira la realidad con los ojos de la fe y no con los ojos del buenismo y del todo vale; el santo es el verdadero amo de la historia, pues es él quien cambia el corazón de quienes hacen la historia; el santo es el que renuncia a ciertos placeres efímeros porque sabe que tiene una plenitud eterna por disfrutar; el santo es el que se levanta a la hora, el que se pone a trabajar o a estudiar a la hora, el que se levanta y se acuesta cuando toca; el santo es el que no tiene miedo a la verdad; el santo es el que acepta los dones de Dios y toma los defectos como oportunidades de agradar un poco más a Dios y abrazar gratuitamente a los demás; el santo es el que sabe que las tentaciones no son malas, sino oportunidades para decir que sí a Dios; el santo es el que ataca la injusticia con amor, con misericordia; el santo no es el que hace muchas cosas relacionadas con Dios o cosas de Dios, sino el que ama al Dios de las cosas; el santo no es el que piensa y justifica su pensamiento con el Evangelio, sino el que transforma su mente y piensa desde el Evangelio porque lo conoce y lo intenta hacer vida; el santo es el que sabe que no siempre puede estar feliz, pero siempre puede estar alegre y con paz interior si vive con Dios y para Dios; el santo es el que no tiene miedo de perder su vida con tal de que sea Dios quien la gane; el santo es el que sabe que el primer objeto de su humor ha de ser él mismo y no los demás; el santo es el que sabe puede serlo pero se reconoce pecador y piensa que no es santo porque es consciente de que podría dar mucho más; el santo es el que vive con silencio interior y escucha a Dios antes de nada; el santo es el que agradece, pide perdón y pide ayuda. La marca de un santo no es la perfección, sino la consagración. Un santo no es un hombre sin faltas, es un hombre que se ha dado sin reservas a Dios. 

Y así podríamos seguir, pero, sobre todo, el santo es el que sabe que lo único que le pide Jesús es la santidad, que lo único que le quiere regalar Jesús es la santidad; el santo es el que no pacta con el pecado, sino que lucha contra él; el santo es el que abre el Evangelio sabiendo que ahí encuentra a Dios; el santo sabe que no está solo, que tiene a la Iglesia sosteniéndole; el santo es el que es consciente de que Dios sabe más y confía en Él; el santo es el que sabe que su corazón no es de quien lo daña, sino de quien lo repara, y que el único que lo puede reparar es Dios; el santo es el que sabe que sólo hay una desgracia: no ser santo; el santo es el que sabe que sin Dios no puede nada, pero que sin poner todo de su parte tampoco puede nada; el santo, en definitiva, el que lucha cada día, el que combate el buen combate de la fe, el que sabe que importa mucho más levantarse que caer y que, cuando cae, debe hacerlo en brazos de su padre Dios para no hundirse. Dicho todo esto, la pregunta es: Y tú, ¿quieres ser santo? Cae de una vez, cae en los brazos de Dios, en los brazos de Jesús, en los brazos de María y, poco a poco, lo lograrás. Nunca es demasiado tarde para empezar a hacerse santos, nunca es demasiado tarde para decidirse y esta noche, quizás, sea ese momento. 


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